Spoilers , tv Sábado, 29 noviembre 2014

Ese personaje olvidado de Chespirito: El reportero Vicente Chambón, de La Chicharra

De las miles de imágenes que conmemoran el legado de Chespirito, ésta es única.

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En principio, los atuendos son fáciles de reconocer. Aquí vamos: Chavo, Chapulín, Chómpiras, Chapatín, Chaparrón y…. y…. ¿y el sexto quién es? De todas las despedidas, creo ésta es la única en la que han recordado a ese último personaje.

Desde ayer estoy pensando mucho en ese último personaje.

Ese último personaje se llama Vicente Chambón, periodista, y cuando era chico no terminaba de entender por qué me atraían esas historias que, definitivamente, no eran tan entretenidas como la sucesión de gags iterativos a la que nos había acostumbrado el Chavo. Tampoco eran las aventuras disparatadas del Chapulín. Para colmo, al elenco ya la faltaban Carlos Villagrán y Ramón Valdés. ¿Y entonces? ¿Qué me parecía atractivo?

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De hecho, Chambón no fue interpretado más por Chespirito después de 1982 y, sin embargo, su dibujito siguió apareciendo en la secuencia de presentación de su programa epónimo hasta mucho después. Como si no supiera qué hacer con el personaje pero le costara desprenderse de él.

Para encontrar respuestas me puse a ver videos de La Chicharra, como se llamó la breve serie (solo 14 episodios, semanales,) que se emitió en 1979, después que se cancelara el Chapulín Colorado. Eso, por supuesto, lo sé ahora gracias a Wikipedia. Yo solo recuerdo que en esas épocas, América emitía los capítulos cuando le daba la gana. No me digan que no recuerdan su intro:

La Chicharra era, según su slogan, «el periódico que hace ruido«. Chambón era un «reportero comodín«, lo que quería decir que un día cubría deportes; otro, policiales; luego, espectáculos (imagino que nunca, cof cof, política). Es decir, un oficio súper dúctil y conveniente para los guiones de Roberto Gómez Bolaños (y de Rubén Aguirre, que aparece en los créditos de algunos capítulos como escritor).

Era lo más cercano a una serie de aventuras urbanas que hizo Chespirito. A diferencia del Chapulín, Chambón estaba anclado en un mundo realista, sin viajes en el tiempo o pastillas de chiquitolina. Ni siquiera garroteras (y, menos, adultos disfrazados de niños).  Sus pretensiones pseudo-realistas quedaba claras desde la intro y la secuencia de cierre: ambas grabadas en exteriores. Y en cada episodio se incluía, obligadamente, una secuencia de «acción», a veces combinando la pantalla verde con tomas en exteriores, como esta notable persecución automovilística:

Una serie así es mucho más cara y logísticamente complicada que una grabada completamente en un set. Imagino que eso habrá determinado su corta vida. Pero también su permanencia en la memoria. En las series que la precedieron, las tomas en exteriores habían sido reservadas para los capítulos especiales en Acapulco. Aquí eran cuestión de todos los días (o semanas). Así, la vida de los periodistas terminaba pareciéndole a uno, bueno, emocionante. Y posible.

Chambón era una especie de Maxwell Smart: torpe y distraído pero, otra diferencia con el Chapulín, no le rehuía a la acción. Al contrario (quizás por eso mismo el personaje perdía jale). Florinda Meza interpretaba a su fotógrafa, Cándida, que vivía con una tía a la que nunca se le veía la cara. Su jefe era Don Lino, el típico editor cascarrabias –y con corbata michi, como manda el cliché–, interpretado por Rubén Aguirre. Se discutían ángulos de los reportajes, se exigían historias novedosas, se esperaba solo la verdad. Periodismo.

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One of us.

Cuando cancelaron la serie, Chambón pasó a ser parte del programa «Chespirito«. Allí duró algunos años, pero, como ya dijimos, no se registran apariciones suyas después de 1982. Creo que la última corresponde al video que viene a continuación, que de periodístico tiene poco pero sí es, apropiadamente, una suerte de arte poética de Chespirito sobre el tipo de entretenimiento que él producía.

La argumento es un viejo tópico: un teatro está a punto de ser demolido. Chambón y Cándida quieren detenerlo (como el episodio del viejo estudio de televisión que tenía a Ramón Valdés como guardián; hasta se usa la misma tonadita nostálgica). Lo interesante es la larga conversación (casi 15 minutos) del periodista con el celador. El diálogo se convierte en, apropiadamente, una opinión editorial sobre la vocación, el lugar del humor en la cultura y el lugar de la cultura en la sociedad, todo esto salpicado con alguna canción rajando de las pretensiones de la clase alta. También es notorio que el teatro que se busca salvar es uno de revista de variedades (en el que, por supuesto, se interpretan composiciones del mismo Chespirito), es decir, lo más lejano posible de la «alta cultura» que siempre lo despreció y al margen de lo que la crítica acoge como canon.

Al final, estos 45 minutos son un vehículo para lucir las dotes de su musa (y perpetrar un número musical en el que los personajes son  dejados de lado y simplemente son Roberto y Florinda bailándole su amor al mundo). Pero también se convierte en una excelente visión, más o menos seria, de cómo entendía Roberto Gómez Bolaños que debía ser el entretenimiento: nada pretencioso; hecho por amor, y sobre, todo, popular pero sensible. Como diría Chambón: chévere.

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